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ENCONTRÉ AL AMADO DE MI ALMA
Xalapa, Ver. 21 Abr 20. 18:40 hrs.
La resurrección de nuestro Señor
Jesucristo de entre los muertos, ocurrida al tercer día después de su pasión y
muerte en la cruz, es un hecho histórico completamente singular y
extraordinario que no tiene comparación con ningún otro acontecimiento sucedido
sobre la faz de la tierra. Cristo padeció el suplicio más atroz que un ser
humano pudiera recibir, no solo de forma corporal sino también en el sentido
moral y espiritual que conllevaba su inmolación, hasta el punto de perder su
vida mientras colgaba dolorosamente del madero de la cruz; sin embargo, con su
poder de Dios omnipotente se levantó del sueño eterno, sorprendiendo a sus
discípulos con repetidas apariciones y elevándose hacia el cielo para habitar a
la diestra del Padre. No se trata de meros inventos alucinantes ni de mitos
divinos con los que se intente convencer a las masas de la doctrina de una
religión, sino de una verdad transmitida por testigos oculares hacia sus
semejantes y que, dos siglos después, ha llegado hasta nuestros oídos para que
nosotros también creamos y profesemos la fe en el Resucitado.
Es
gracias a este acontecimiento tan maravilloso que tenemos la certeza de que
Cristo es el mesías anunciado por los profetas de la antigüedad, y todavía más,
que Él mismo es el Hijo del Dios por quien se vive, así como declaró serlo
durante su vida pública. Por lo tanto, no es vana la proclamación que hacemos
los cristianos, ni tampoco lo es nuestra fe, ya que nos hemos vuelto testigos
auténticos del poder de Dios ante la muerte (Cfr. 1 Cor 15, 14). En efecto, se
nos han transmitido las señales prodigiosas que realizó Jesús en presencia de
sus discípulos y nuestros corazones las han aceptado y acogido en su interior, experimentando
así la presencia viva del Hijo del Hombre en medio de nosotros y esforzándonos
por obtener la vida eterna por Él prometida (Cfr. Jn 20, 30-31).
Ahora bien, de nada sirve que nuestras
almas crean en estas verdades de fe si no las actualizamos en su sentido
performativo, ya que “también los demonios creen y tiemblan de miedo” (Sant 2,
19); más bien, una vez que hemos puesto nuestra fe en el Dios-Hombre que ha
vencido a la muerte, debemos disponer de todas las fuerzas de nuestra mente,
alma y corazón en la búsqueda de ese Jesucristo victorioso y de su voluntad
salvífica. Esa es la actitud que mantuvieron las mujeres y los discípulos
después de saber que el sepulcro estaba vacío, y es la misma actitud que se nos
transmite en las sagradas escrituras: “Busquen al señor ahora que lo pueden
encontrar” (Is 55, 6), “Buscar al Señor y a su poder” (Sal 105, 4), “Buscar
primero el Reino de Dios y su justicia” (Mt 6, 33), “Esto lo hizo Dios para que
todos lo busquen y, aunque sea a tientas, lo encuentren” (Hch 17, 27).
Por todo lo anterior, es mi deseo
reflexionar acerca de la actitud que debemos tener los cristianos hacia nuestro
Señor Jesucristo resucitado de entre los muertos, una actitud de búsqueda, de
movimiento, de correr al encuentro del Amor Eterno y de su voluntad divina, no
sólo de creer en los sucesos narrados por los santos evangelios, sino de
dejarnos llenar el corazón por ellos y aferrarnos a la presencia del Cordero de
Dios que ha derramado su sangre para salvarnos. Para ello, tomaremos el gran
ejemplo de la mujer que supo buscar a Cristo después de ver el sepulcro vacío,
aún con el terrible sentimiento de desolación en su interior: María Magdalena,
no sin antes meditar en la prefiguración transmitida por el libro del Cantar de
los Cantares sobre su persona. Adentrémonos al mensaje conmovedor de la palabra
de Dios y busquemos continuamente la presencia de Cristo resucitado.
BUSQUÉ
AL AMADO DE MI ALMA Y LO ENCONTRÉ POR LA CIUDAD (Ctr 3, 1-4)
Una mujer enamorada busca a su esposo por
la noche, anhela ver al amor de su alma, pero no lo encuentra. Decide
levantarse y rondar por las calles y las plazas de la ciudad, todo con la
finalidad de encontrar paz en su corazón con la presencia del hombre que la
llena de ilusión. “Bolsita de mirra es su amado para ella” (Ctr 1, 13), su
mayor tesoro, la fuente de su alegría, por lo que no concibe la vida sin él;
sin embargo, por alguna razón desconocida, lo ha perdido de forma repentina, no
sabe su paradero, pero está dispuesta a buscarlo en cada rincón que esté a su
alcance.
“¿A dónde se fue su amado? ¿A dónde se
encaminó?” (Ctr 6, 1), no lo sabe por el momento, se encuentra desolada y
triste, “ha sido herida por el amor” (Ctr 2, 5). La pobre mujer experimenta un
vacío terrible, “su amado se ha marchado y el alma se le fue tras de él” (Ctr
5, 6), por lo que sólo le queda el recuerdo de aquel varón que se adueñó de su
corazón: “es radiante y rubicundo, su cabeza es oro finísimo, sus ojos cual
palomas, sus mejillas plantel de balsameras y sus brazos torneados en oro, así
es su amado” (Cfr. Ctr 5, 10-14), y al traer su imagen a la memoria se le
acrecientan las ganas de encontrarlo. Su amor por él es “fuerte como la muerte
y su pasión más poderosa que el abismo” (Ctr 8, 7), no importan la distancia ni
el dolor, ella está dispuesta a llegar hasta el extremo por estar junto con su
amado.
El corazón de la mujer se agita
fuertemente mientras busca con insistencia y sus labios comienzan a gritar por
las calles: “¡Yo te amo, fortaleza mía!” (Sal 18, 1), “Mi carne y mi corazón se
consumen por ti” (Sal 73, 26), “¡Mi alma me dice que te busque!” (Sal 27, 8)
“Porque tu amor es mejor que la vida misma” (Sal 63, 4). Se lamenta mientras
camina, pero sucede algo que le otorga un poco de esperanza: “encuentra a unos
centinelas que hacen ronda por la ciudad” (Ctr 3, 3) y seguramente ellos pueden
ayudarla, por lo que se acerca a preguntarles “¿Han visto al amor de mi alma?”
(Ctr 3, 3). Desgraciadamente no obtiene ninguna respuesta, por lo que ahora sí
se perdieron todas sus ilusiones, ya que si ni siquiera los centinelas lo han
visto, entonces nadie más puede saber su paradero.
Sin embargo, después del momento más
desolador, ocurre el encuentro tan deseado por la pobre mujer: “En cuanto pasó
a los centinelas, encontró al amor de su alma. Lo abrazó y no lo soltó” (Ctr 3,
4). Él le dice tiernamente: “¡Qué hermosa eres, amada mía!”, a lo que ella
responde deleitada: “Mi amado es para mí y yo soy para mi amado” (Ctr 4, 1; 2,
16). La noche por fin ha terminado y la herida causada por la soledad se ha
cerrado, el esposo ha vuelto a los brazos de su amada y su presencia logra
calmar todas las angustias que existían en su corazón. Ahora, sólo falta por
cumplir un último anhelo: “llevarlo con ella a la casa de su madre, en la
alcoba de la que concibió” (Ctr 3, 4), para que así se pueda ver consumado su
amor para siempre y nunca más exista la distancia entre ellos dos.
¡Oh bendito amor que te apoderas del
corazón de todo ser humano! Las aguas torrenciales nunca podrán apagarte y tus
dardos de fuego seguirán causando dolor y alegría en todo aquel que te posea. Enséñanos
a enamorarnos no de las cosas del mundo, sino del único y verdadero Ser Eterno
que reside sobre su trono en el cielo.
BUSQUÉ
A MI SEÑOR EN EL SEPULCRO Y LO ENCONTRÉ GLORIOSO EN SU RESURRECCIÓN (Jn 20,
11-18)
El primer día de la
semana, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena va al sepulcro a buscar
el cuerpo de Jesús, pero no lo encuentra. Decide ir corriendo a comentárselo a
Pedro y Juan, pero cuando ellos fueron a ver tampoco lo encontraron. Entonces,
María regresa sola al sepulcro para buscar a su Señor, su ‘bolsita de mirra’,
la fuente de su alegría, ya que no concibe la vida sin saber de él. Ella, que en
el pasado presenció las obras omnipotentes de Cristo, ahora lo ha perdido para
siempre, y sufre por no conocer el paradero de su cuerpo; sin embargo, está
dispuesta a buscarlo en cada rincón que esté a su alcance.
‘¿A dónde se fue su Salvador? ¿A dónde lo llevaron?’,
no lo sabe por el momento, se encuentra desolada y triste, ‘ha sido herida por
el amor al Dios eterno’. La pobre mujer experimenta un vacío terrible, ‘aquel
que la liberó de 7 demonios se ha marchado’ y no queda nada por hacer, sólo
echarse a llorar inclinada en el sepulcro. Su deseo de encontrar a Cristo la
hace permanecer en ese lugar tan terrible, pero no importa el dolor, ella está
dispuesta a llegar al extremo de su tristeza hasta saber lo que ha ocurrido.
El corazón de la mujer de Magdala se agita
fuertemente mientras busca con insistencia y sus labios comienzan a gritar
alrededor del huerto: “¡Yo te amo, fortaleza mía!” (Sal 18, 1), “Mi carne y mi
corazón se consumen por ti” (Sal 73, 26), “¡Mi alma me dice que te busque!”
(Sal 27, 8) “Porque tu amor es mejor que la vida misma” (Sal 63, 4). Se lamenta
junto a la piedra que ha sido movida, pero sucede algo que le otorga un poco de
esperanza: “encuentra a dos ángeles vestidos de blanco, sentados en el lugar
donde había estado el cadáver” (Jn 20, 12) y se alegra, ya que ellos
seguramente pueden ayudarla, así que les comenta la causa de su tristeza (Cfr.
Jn 20, 13). Desgraciadamente no recibe ningún mensaje de parte de estos seres
celestiales, por lo que ahora sí se pierden todas sus ilusiones, ya que si ni
siquiera los ángeles lo han visto, entonces nadie más puede saber su paradero.
Sin embargo, después del momento más
desolador, ocurre el encuentro tan deseado por la pobre mujer: Jesús se le
aparece sin que ella lo reconozca, diciéndole “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién
buscas?” (Jn 20, 15), pero ella cree que le habla un jardinero. Él le dice
tiernamente: “¡María!”, y al escuchar su voz lo reconoce, por lo que responde
deleitada: “Maestro” (Jn 20, 16). La noche por fin ha terminado y la herida
causada por la soledad se ha cerrado, Jesucristo ha vuelto resplandeciente y su
presencia logra calmar todas las angustias que existían en el corazón de la
Magdalena. Ahora, sólo falta que Cristo cumpla una última misión: “Déjame, que
todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos que subo a mi Padre,
el Padre de ustedes” (Jn 20, 17), “cuando haya ido y les tenga preparado un
ligar, volveré para llevarlos conmigo” (Jn 14, 3).
¡Oh bendito Amor Eterno que te apoderas
del corazón del humano! Las aguas torrenciales nunca podrán apagarte y tus
dardos de fuego seguirán causando dolor y alegría en todo aquel que deseé
encontrarte. Enséñanos a enamorarnos de ti, que eres la única y verdadera
fuente de felicidad.
Conclusión
La actitud que debemos tener los
cristianos hacia nuestro Señor Jesucristo resucitado es una actitud de
búsqueda, de movimiento, de correr al encuentro del Amor Eterno y de su
voluntad divina, no sólo de creer en los sucesos narrados por los santos
evangelios, sino de dejarnos llenar el corazón por ellos y aferrarnos a la
presencia del Cordero de Dios que ha derramado su sangre para salvarnos.
¡Corramos al encuentro de nuestro Señor como la Magdalena! No dejemos que los
momentos de tristeza y desolación apaguen nuestra fe, pues Cristo ha vencido a
la muerte y nos ha preparado una habitación en la casa de su Padre.
¡Ánimo!
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