LA CIUDAD SANTA: ENTRE EL
CORAZÓN Y LAS LÁGRIMAS DE CRISTO
Xalapa, Ver. 04 Abr 20. 21:50 hrs.
La Ciudad Santa de Jerusalén, conocida
también como la Casa del Señor o la Ciudad del gran Rey, es el lugar más
emblemático de toda la historia de salvación gracias a los grandes
acontecimientos bíblicos que sucedieron en ella. Esta se encuentra situada
sobre una cadena montañosa llamada Colinas de Judea, específicamente a los
alrededores del Monte Sión –lugar en el que residía el Templo de Salomón–, por lo
que se le llegó a tomar como sinónimo de dicho monte. Grandes personajes del
antiguo testamento estuvieron en Jerusalén, como David y Salomón, aunado a que
los momentos más significativos de la vida de Cristo, así como la de sus
apóstoles Pedro y Pablo, también sucedieron allí.
Son diversos los pasajes en la Sagrada
Escritura que nos hablan del enaltecimiento de esta ciudad y de su predilección
ante los ojos de Dios, sobre todo porque los judíos creían que la presencia de
Yahvé residía por antonomasia en el Templo, por lo que se referían a ella de la
siguiente manera: “Un río y sus acequias alegran a la Ciudad de Dios:
sacrosanta morada del altísimo. Dios está en medio de ella, nunca vacila” (Sal
46, 5-6), “¡Grande es el Señor y muy digno de alabanza! En la Ciudad de nuestro
Dios, en su monte santo: bella colina, alegría de toda la tierra, el monte
Sión” (Sal 48, 2-3), “El Señor prefiere las puertas de Sión más que a todas las
moradas de Jacob. Maravillas se dicen de ti, Ciudad de Dios” (Sal 87, 2-3) y
“Me alegré con quienes me dijeron: ¡vamos a la Casa del Señor! Nuestros pies se
detienen ante tus puertas, Jerusalén. Edificada como ciudad totalmente
armoniosa.” (Sal 122, 1-3).
Todavía más, el mismo Cristo quiso
referirse a Jerusalén con los adjetivos que ya hemos mencionado anteriormente,
cuando dijo a la muchedumbre: “No juren en absoluto: ni por el cielo, que es
trono de Dios; ni por la tierra, que es tarima de sus pies; ni por Jerusalén, que es la Ciudad del gran
Rey” (Mt 5, 34-35). Por lo que podemos darnos cuenta de la importancia
histórica y salvífica que tiene la antigua capital del reino de Judá. Ella
misma es el culmen de la revelación divina para el pueblo judío y un punto de
inflexión en los hechos que se profesan por la fe de los cristianos.
Ahora bien, una vez que hemos mencionado
algunos de los aspectos más significativos de la gran Ciudad de Dios, hagamos
el intento de adentrarnos al corazón de Jesús para descubrir los sentimientos
que nuestro Señor manifestó hacia ella. Descubramos que no se trata sólo de un
lugar o de un asentamiento, sino de la casa que Dios “ha elegido y santificado
para que en ella permanezca su nombre para siempre. Allí estarán sus ojos y su
corazón todos los días” (2 Cron 7, 16). El antiguo testamento nos muestra que
en Jerusalén se resume todo el amor de nuestro Creador, y el evangelio no es la
excepción, ya que el amor de Cristo llegó hasta el extremo de dar la vida
justamente en el territorio de esta ciudad.
Jerusalén
bajo las alas de Jesús
El amor de Dios se expresa de un modo
completamente tierno y doloroso por la ciudad que es su Morada: tierno, porque
es puro y desinteresado, como el amor de una madre por sus hijos; y doloroso, porque
no hay mayor sufrimiento que recibir el desprecio del ser que tanto amamos.
Estos son los dos efectos que el amor verdadero produce y que Cristo
experimentó en su corazón por Jerusalén. Ternura y dolor envuelven al Hijo del
Hombre, Él desea reunir a su pueblo para protegerlo, pero este se muestra
rebelde sin ninguna razón: “¡Jerusalén,
Jerusalén, […] cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a
los pollitos bajo sus alas; y tú no quisiste!” (Lc 13, 34).
De esta forma, el corazón de Jesús nos
revela sus sentimientos más profundos por sus hijos, ¡Él ama a Jerusalén con
locura!, pero sus pecados y desprecios la mantienen alejada de sus alas
divinas; Él es como una madre que quiere proteger a sus hijos, pero ellos
prefieren abandonarse a sus propias fuerzas; Él anhela que los corazones tengan
sed de su amor, pero estos se mantienen recios ante la ternura de un Dios que
se ha hecho hombre. Jesús nos está expresando su deseo de reunir a la ciudad
predilecta bajo sus alas, pero también nos enseña que Él no obliga a nadie, que
los hombres son capaces de tomar sus propias decisiones y que Él quiere ser
amado por libertad, no por constricción.
¡Qué tierno y sufriente es el corazón de
Jesús! Su amor es puro y fiel, nunca se cansa ni se agota, sino que se entrega
sin medida, aun cuando recibe el desprecio de los hombres.
La
entrada triunfante y las lágrimas de Cristo
En diversas ocasiones, Jesús dijo a sus
discípulos que debía subir a Jerusalén para ser entregado y dar la vida –lo que
conocemos como anuncios de la pasión–, pero ellos difícilmente entendían a lo
que Él se refería, y no lo harían hasta después de su resurrección. Finalmente,
cuando llegó el día de entrar a Jerusalén, Jesús contaba con mucha fama por sus
milagros y enseñanzas, por lo cual “la gente alfombraba con sus mantos el camino,
y cuando se acercaba a la cuesta del Monte de los Olivos, los discípulos en
masa y llenos de alegría se pusieron a alabar en voz alta a Dios por todos los
milagros que habían presenciado. Y decían: << ¡Bendito sea el rey que
viene en el nombre del Señor, paz en el cielo, gloria al altísimo! >>”
(Lc 19, 36-38).
¡Vaya misterio! Cristo sabe que, después
de entrar en Jerusalén, el día de su pasión se aproximaría cada vez más, y aun
así, Él acepta las alabanzas y loores que le ofrecen aquellos que después lo
abandonarían en su dolor. Jesús es consciente de su misión en Jerusalén, sabe
que aunque hoy lo reciban con alegría, en unos días lo tratarán como cordero en
el matadero. ¿Cuántos sentimientos habrán pasado por su corazón? Seguramente la
ternura y el dolor se acentuaban: ternura, porque la ciudad que tanto ama lo
recibe con honores y gritos de júbilo, pareciera que ahora sí quiere ‘reunirse
bajo su alas’; pero dolor, porque piensa en los momentos tan amargos que pasará
en esos territorios, sabe que Jerusalén nuevamente lo rechazará, hasta el punto
de darle muerte.
Con todo lo anterior, el evangelio nos
sorprende al revelarnos un poco más acerca de la intimidad del corazón de
Jesús: “Al acercarse y divisar la
ciudad, dijo llorando por ella: << Ojalá tú también reconocieras hoy
lo que conduce a la paz. Pero eso ahora está oculto a tus ojos >>” (Lc
19, 41-42). En efecto, las lágrimas de Cristo nos demuestran el amor tan
profundo que sentía por la Ciudad Santa, la ternura y el dolor que inflaman su
corazón. Él quiere salvar a las almas de la muerte eterna, y si el precio que
tiene que pagar para conseguirlo es recibir el desprecio de aquellos que lo
consideraban rey, está dispuesto a hacerlo.
¡Qué tierno y sufriente es el corazón de
Jesús! Acepta todo de su amada ciudad: la ternura y el dolor, el júbilo y las
lágrimas, la alegría y la muerte. Él se entrega todo sin medida, aun cuando
recibe el desprecio de los hombres.
Nuestro
corazón es hoy Jerusalén
Todos los sentimientos y atenciones que
tuvo Cristo por Jerusalén, son las mismas que tiene hoy por el corazón de cada
uno de nosotros, por cada alma de sus hijos que desea salvar con su sangre
derramada en la cruz. Desgraciadamente, las mismas acciones que tuvo Jerusalén
hacia su Señor, son las que cometemos nosotros hacia Él: a veces lo conmovemos
y otras lo despreciamos, a veces le damos honor y otras lo hacemos llorar por
nuestros pecados. Nosotros somos hoy la Ciudad Santa, la habitación predilecta
de Cristo, ya que él mismo nos dijo que vendría a nuestras almas para morar en
ellas (Cfr. Jn 14, 23), y su amor se nos da sin medida, aun cuando recibe
grandes rechazos de nuestra parte.
Hoy te invito a que meditemos en los
sentimientos que hemos causado en el corazón de Jesús y que no seamos
indiferentes ante ellos. Apropiémonos del amor que otorga sin medida a todos
sus hijos, de su ternura al querer reunirnos bajos sus alas, de su dolor al
recibir el desprecio de los pecadores, de la alegría por ser recibido con
gritos de júbilo y de las lágrimas que derrama al divisar nuestras almas que
tanto ama. Te invito a meditar en las palabras de Jesús, pero haciéndote parte
de la historia y atribuyéndote los efectos causados en su corazón, cada vez que
leas ‘Jerusalén’ o ‘Ciudad’ cambia las palabras y pon tu nombre en su lugar:
“¡Jerusalén, Jerusalén, […]
cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a los pollitos
bajo sus alas; y tú no quisiste!”
“Al acercarse y divisar la ciudad, dijo
llorando por ella: << Ojalá tú también reconocieras hoy lo que
conduce a la paz. Pero eso ahora está oculto a tus ojos >>”
Comienza
la semana santa y recibiremos el amor de Jesús hasta el extremo, hagamos el
esfuerzo de adentrarnos en su corazón y de causar en Él sentimientos que lo
consuelen ante los dolores tan fuertes que sufrió por nuestra salvación.
¡Ánimo!
José Pablo Bonilla
Estudiante de Derecho y Contaduría en la U.V., escritor de tres musicales, compositor y guitarrista en...
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