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Y UNA ESPADA ATRAVESÓ NUEVAMENTE SU CORAZÓN
Xalapa, Ver. 11 Abr 20. 17:40 hrs.
El corazón de nuestra madre María es un
océano grandísimo de sentimientos y emociones que –en su mayoría–– permanecen
en misterio para todos nosotros, pero que han motivado a la reflexión y
conmoción de los cristianos desde los primeros siglos de nuestra era. Muchas
cosas se han dicho acerca del corazón de la Virgen a raíz de escritos
apócrifos, revelaciones privadas y reconstrucciones de los hechos acontecidos
durante la vida de Cristo; sin embargo, lo único que nos otorga plena seguridad
de las cosas que vivió y sintió la Reina del Cielo es precisamente el Evangelio
(especialmente el de San Lucas, ya que en él se mencionan acontecimientos
especiales que omiten los otros evangelistas). En efecto, cada vez que el
tercer evangelio nos advierte que “María guardaba y meditaba las cosas en su
interior” (Lc 2, 19; 51), se provoca una impresión de tanta dulzura en nuestras
almas que quisiéramos que se repitiera en cada página.
María es madre de Cristo y madre nuestra,
su corazón no es diferente al de las mujeres que han engendrado hijos con amor
a lo largo de las generaciones, pero sí es especial por haber sido elegida para
asumir la maternidad del Hijo de Dios. Ella siente como un ser humano, pero es
consciente de que sus sentimientos permean a la historia que iba a cambiar la
humanidad para siempre. No existe en ella divinidad, solamente una sumisión
profunda ante el Dios de su pueblo, que la ha elegido para ser sagrario vivo de
su palabra.
Por todo lo anterior, es que nos sentimos
tan atraídos al corazón de la Virgen de Nazaret: ella fue un ser humano como
nosotros, que sintió, que amó, que sufrió, y que conoció de cerca al Dios vivo
que tanto deseamos conocer. Ciertamente le llamamos inmaculada y lo es, sin que
esto quiera decir que haya sido impasible a las experiencias del alma y del
corazón, ya que el mismo evangelio nos revela su turbación, alegría, admiración
y angustia. En todo caso, María se vuelve el ejemplo predilecto para los
cristianos de cómo ser un discípulo virtuoso de Jesucristo, de cómo amarlo,
cuidarlo y seguirlo hasta la muerte.
Ahora bien, es mi deseo adentrarme al
corazón de María ante la terrible experiencia del sacrificio de su hijo en la
cruz, no sin antes entender las señales prefigurativas que Dios le regaló
durante la infancia de Cristo, especialmente en la ocasión en que perdieron al
niño y lo encontraron en el templo de Jerusalén. Veamos cómo esta valiente
mujer se enfrenta a los misterios más inextricables de la revelación divina,
dejémonos conmover por sus sentimientos de madre, y sobre todo, acompañemos a
nuestra intercesora en los momentos más dolorosos de su vida. Recordemos que
Jesús nos entregó filialmente a la Virgen, por lo que no podemos ser
indiferentes a los sentimientos de su corazón.
EL
NIÑO PERDIDO Y HALLADO EN EL TEMPLO (Lc 2, 41-52)
Jesús subió junto con sus padres a
Jerusalén para la celebración de la pascua, como lo hacían todos los años, ya
que así lo marca la ley de los judíos. Cuando terminó la fiesta, el niño de
doce años se quedó en esa ciudad sin que sus padres se dieran cuenta; ellos
caminaron durante un día de regreso a su pueblo, cuando descubrieron que su
hijo no estaba. Al no encontrarlo, regresaron presurosos a Jerusalén, y no fue
sino hasta después de tres días que lo hallaron en el templo conversando
sabiamente con los doctores de la ley.
La madre, al sentirse completamente
desconcertada por lo sucedido, le dice a Jesús: “¿Por qué nos has hecho esto?
Te estábamos buscando angustiados”. A lo que el niño responde: “¿Por qué me
buscaban? ¿No sabían que debo estar en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 48-49). Ella no entendió
la respuesta de su hijo, pero guardó las cosas en su corazón, y seguramente las
recordaría veintiún años después, cuando volviera a perder a su hijo durante la
fiesta de la pascua en Jerusalén.
María
se encontraba angustiada como lo haría cualquier madre que perdiera a su hijo
durante tres días, indudablemente sufrió un gran desconsuelo y se imaginaba las
cosas que le pudieron haber pasado al pequeño Jesús al no estar cerca de ellos.
Su corazón se abrumaba con el pasar de las horas, la búsqueda se volvía cada
vez más intensa y rogaba al Padre celestial que pasara pronto este tormento
interior. Ella recuerda las palabras del anciano Simeón: “Una espada te
atravesará el corazón” (Lc 2, 35), y siente como una punzada ligera que la
lastima, que la hace sufrir y que le promete herirla con mayor intensidad en
unos años.
Aún con todo lo anterior, ella confía,
tiene puesta su seguridad en el Dios de sus padres que nunca los ha abandonado
en sus necesidades. Se consuela a sí misma al traer a la memoria las palabras
del Arcángel Gabriel apropiándolas para esta situación: “No temas, María” (Lc
1, 30), tu hijo no puede quedar sin protección, ya que “lleva el título de Hijo
de Dios” (Lc 1, 35), y tampoco te preocupes por ti misma, el Señor consolará
todo tu sufrimiento, sólo ten fe y recuerda que “nada es imposible para Dios”
(Lc 1, 36). De esta manera, la virgen madre, que experimenta los primeros
sufrimientos en su alma, nos enseña el dolor y la confianza con los que debemos
aceptar los designios de Dios, siempre abnegados a su voluntad divina.
Algo tenemos por seguro, por mayor que
haya sido la aflicción en su interior, en ningún momento se arrepiente de
haberse entregado como la esclava del Señor (Cfr. Lc 1, 38) ni duda del poder y
la misericordia del Padre. Aunque no entienda lo que está pasando, eso no le
impide entonar en sus labios su alabanza predilecta: “Glorifica mi alma la
grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en la bondad de Dios mi salvador”
(Lc 1, 46-47), y reconoce que Yahvé “Socorre a su siervo, acordándose de su
lealtad” (Lc 1, 54), por lo que hoy más que nunca quiere llamarse a sí misma
Sierva del Señor.
Pasan tres días y por fin encuentran al
niño en un lugar bastante peculiar: el Templo de Jerusalén. María sabe que en
el Templo se encuentra por antonomasia la presencia de Dios entre su pueblo,
por lo que no se sorprende de haberlo encontrado allí, ya que él mismo es Dios
y debe ocuparse de las cosas divinas, no de las mundanas. Ahora entiende lo que
ha pasado y ha recuperado la calma, pero como cualquier madre, debe advertir a
su hijo acerca de la forma en que sucedieron las cosas, y todavía más, como
cualquiera de nosotros lo haría, quiere contarle a Cristo lo que ha sentido su
corazón en todo este tiempo de angustia. Él se muestra dócil, pero inalterable,
y les explica a su manera todo lo acontecido.
¡Oh dulce corazón inmaculado de María!
Cuánto dolor y confianza se entremezclan en tu corazón. La espada ha dado su
primera punzada, pero lo que estás a punto de vivir no se comparará con ninguna
otra experiencia maternal en la historia de la humanidad.
EL
HIJO PERDIDO EN LA MUERTE Y HALLADO EN LA RESURRECCIÓN
Nuevamente, veintiún años después, Jesús
subió a Jerusalén para la celebración de la pascua; también lo hicieron su
madre, sus discípulos y muchos otros judíos piadosos y observantes de la ley.
Antes de que comenzara la festividad, el hombre de 33 años fue arrestado en
manos de los sumos sacerdotes durante la madrugada, mientras todos dormían; la
Virgen madre se entera de lo sucedido y desde ese momento buscará mantenerse
cerca de su hijo, no lo perderá de su vista, lo acompañará hasta los últimos
extremos.
Jesús es llevado con Anás, luego con
Caifás –el sumo sacerdote–, después con Poncio Pilato, posteriormente con
Herodes y otra vez con Pilato. Una vez hecho el veredicto del prefecto romano,
el Salvador de los hombres recibirá los castigos más severos sobre su cuerpo.
Látigos, espinas, clavos y cruz son los instrumentos elegidos para torturarlo,
recibe insultos y salivazos, además del desprecio de la gente que anteriormente
lo había recibido como rey en Jerusalén. Camina hacia el calvario con la cruz a
cuestas y es crucificado en medio de dos malhechores. Finalmente, expira por
última vez y entrega su espíritu en las manos de su padre celestial.
Mientras tanto, María está siempre ahí,
acompañando al hijo que le fue encargado por mandato divino y al que ha amado
con todo el corazón durante toda su vida. No está dispuesta a volver a perderlo
–como sucedió hace veintiún años–, porque sabe que si se separa de Él, ambos
vivirían ese sufrimiento de una manera más horrorosa de lo que ya es; sin
embargo, sabe que es inminente su muerte, ya que no es posible que un cuerpo
humano tolere aquel tormento tan visceral manteniéndose con vida. La madre
siente angustia por su hijo, pero Él sigue ocupándose de las cosas de su Padre.
“Junto a la cruz de Jesús estaba su madre”
(Jn 19, 25), que permaneció como espectadora de aquel terrible holocausto y que
recordaba las palabras del anciano Simeón: “Una espada te atravesará el
corazón” (Lc 2, 35). María siente una punzada infame que la lastima en cuerpo y
alma, que la hace sufrir y que hace veintiún años le prometió volver para
causarle más estragos. El dolor que siente en su interior es el reflejo del que
padece su hijo colgado del madero, por lo que nuevamente lo encarna, se apropia
de Él, se hace uno con Él, y cuando muere, ella también entrega su corazón
fatigado. Ahora sí, nuevamente y después de veintiún años, lo ha vuelto a
perder.
El cuerpo de Jesús es puesto en el
sepulcro y después de unas horas se da comienzo con la celebración de la pascua
judía. María se encuentra como cada año en Jerusalén, pero ahora con el corazón
atravesado por una espada, sabe que ya no verá a su hijo y ruega al Padre
celestial que haga pasar pronto este tormento interior. Hace veintiún años ella
podía hacer algo para remediar las cosas, podía buscar a Cristo en cada rincón
de la ciudad; sin embargo, ahora no queda nada que sus fuerzas puedan obtener,
solamente debe aceptar la voluntad de Dios y limpiar sus propias lágrimas de
madre sufriente por la muerte de su hijo.
Aún con todo lo anterior, ella confía,
tiene puesta su seguridad en el Dios que nunca abandona a los necesitados. Se
consuela a sí misma al traer a la memoria las palabras del Arcángel Gabriel
apropiándolas para esta situación: “No temas, María” (Lc 1, 30), tu hijo no
puede quedar hundido en la muerte, ya que “lleva el título de Hijo de Dios” (Lc
1, 35), y tampoco te preocupes por ti misma, el Señor consolará todo tu
sufrimiento, sólo ten fe y recuerda que “nada es imposible para Dios” (Lc 1,
36). Así, aunque no entienda lo que está pasando, hoy más que nunca quiere
llamarse a sí misma Sierva del Señor, porque Él “Socorre a su siervo,
acordándose de su lealtad” (Lc 1, 54).
Finalmente, al cabo de tres días, ocurre un
milagro como nunca antes en la historia se había visto: el hombre que aceptó
ser Hijo de Dios ha resucitado de entre los muertos, su tumba está vacía y su
rostro resplandeciente. La madre dolorosa que seguramente se preguntaba en su
interior “¿Por qué ha pasado esto? He querido buscar a mi hijo, pero no puedo”,
acaba de recibir la respuesta más extraordinaria y que siempre guardará en su
corazón: “¿Por qué buscar entre los muertos al que está vivo?” (Lc 24, 5).”¿No
sabías que ahora “subo a mi Padre, el padre de ustedes, a mi Dios, el Dios de
ustedes?” (Jn 20, 17). Y nuevamente –como hace veintiún años–, después de tres
días de espera, la madre y el hijo vuelven a encontrarse, ahora para siempre.
¡Oh dulce corazón inmaculado de María!
Cuánto dolor y confianza se entremezclan en tu corazón. La espada ha dado su
punzada más violenta, pero al ver a tu hijo resucitado, recibirás el consuelo
más deleitable que pueda conocerse. Tú recompensa será tu asunción a los cielos
y nosotros tus hijitos esperamos que nos
lleves contigo a la presencia de Jesús.
Termina la semana santa y comienza la
pascua, se retira la noche y brilla fuertemente la luz del sol, la espada ha
dado una infame punzada, pero el consuelo de Cristo es eterno y reconfortante.
Acompañemos a nuestra madre del cielo en sus penas y alegrías, no seamos
indiferentes a su corazón, vivamos su martirio y su asunción, y sobre todo,
sigamos su ejemplo de fidelidad a Dios en los momentos más difíciles de la
vida. Esforcémonos por ser discípulos virtuosos de Jesús y sigamos sus huellas
hasta el extremo de la cruz.
¡Ánimo!
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